Lavarse las manos no es poco
Marzo 2020
Juan Tausk
Los adultos mayores aún recuerdan – no siempre falla la memoria – la bolsita de
alcanfor de fuerte y penetrante olor, que colgaba de los cuellos de los niños,
intentando anonadar y hacer batir en retirada al virus de la poliomielitis en los
50´s, siglo pasado. Quedarse en casa y lavarse las manos parecían un juego.
Pero flotaba la desesperación de los padres temiendo e imaginando la peor de
las catástrofes, sus hijos en sillas de ruedas o el terror de tenerlos de por vida
en simbiosis con el pulmotor de hierro. Se contagiaba fácil el poliovirus y sólo
en 1% de los infectados, el virus entraba al sistema nervioso central, afectaba
las neuronas motoras y producía atrofia muscular, parálisis, y en el peor de los
casos afectaba al diafragma. Bien brava. Nada podía hacerse, pero poco tiempo
después de esa epidemia, aparece la vacuna Salk, hoy la Sabin.


Esta pandemia recuerda las pestes del medioevo. Varias y diversas acabaron
con pueblos enteros, con la vida de un tercio de la población europea. Lejos de
saberse su causa, obviamente, se la podía atribuir a brujas y a las aviesas
intenciones de Satanás. O a la furia de Dios, quizás debido a los pecados
cometidos. Obviamente, lo que se dice pecado, eso nos caracteriza a todos, en
diversas escalas, siempre hubo, sino no se entiende la dedicación a declamarlos
y a perseguir, por lo que el castigo se aplicaba en dos dimensiones, en la vida
de acá y en la vida de allá. El de acá se hacía patente en las pestes, sequías y
hambre, o en las guerras totales. El castigo del más allá, implica toda suerte de
padecimientos, en especial, no llegar al mejor destino de haberlo.
El castigo del más allá, implica toda suerte de padecimientos, en especial, no llegar al mejor destino de haberlo.
Esas pestes, como casi todo el accionar humano, requerían tener un sentido.
Más bien hacer sentido. No pocas veces, un sector de la población, ajeno, los
´otros´, foráneos, de otra raza o religión, eran acusados de envenenar las aguas
y de otras maldades. Pues entonces había que ¨limpiarlos¨. Le tocaba con
frecuencia a la población hebrea, confinados en los ¨guetos¨. Pero por un
motivo: eran menos afectados por las pestes, por lo cual era fácil acusarlos
como causantes. Hacían lo que nadie hacía entonces: lavarse las manos antes
de comer y bañarse con frecuencia, como obligación religiosa.
Por otra parte, en el siglo XIX se operaba y atendía los partos con las manos sin
lavar, sucias. Desespera el húngaro Ignaz Semmelweis, en el Hospital General
de Viena, para que los médicos se las laven en agua con cloro, pues se
demostró una reducción enorme de la mortalidad. Nada más ridículo para sus
coetáneos y lo marginaron sin piedad: no tenía fundamento científico, apenas
empírico. Recién en 1870 Louis Pasteur propone la teoría de los gérmenes.
Muere Semmelweis a los 47 años, en un psiquiátrico al que internan
impropiamente, debido a una brutal golpiza de sus guardianes. Sucedía.
Hoy día hay mucho saber y avances de la ciencia, compartidos en el mundo.
Aún no se dispone de una vacuna que frustre la intención del coronavirus,
aunque se prometa en un futuro cercano, pero no mañana. ¿Cómo llegar a ese
entonces, sino con medidas fuertes de aislamiento social en las comunidades y
de aislamiento entre los países para reducir el contagio?
Mientras tanto, el virus hace de las suyas y esa medida nada pequeña, de
lavarse las manos y el uso del gel desinfectante se torna dramáticamente
fundamental para cada uno y para los otros. Para después de la cuarentena, ya
todo niño deberá saber lavarse las manos. Todos. Es un modo de cuidar a los
nuestros y a los otros.
No nos “lavemos las manos”: tenemos que lograr juntos el asumir el papel
histórico que nos toca y obliga.