“Tocar el cielo con las manos.
Un día en el refugio Frey del Catedral.”
Serie:Tres Catedrales y un muro
A mi enamorada en el día de San Valentín.
Un resort de ski y una pequeña y elegante villa, eso lo conocemos todos. Medios de ascenso
y muchas pistas para el goce del descenso de diversa dificultad. Pero, ¿es acaso todo? La
Catedral del cerro Catedral es otra, más atrás y tanto más arriba. Su cima consiste en un
lago de 600 metros de largo, rodeado de agudas torres que se elevan a las alturas y oradan
los cielos. Paraíso del andinismo y el “trecking”, de los que aman las alturas. Hay quienes
dicen semeja una catedral, con su baptisterio de puras aguas de deshielo y sus agujas
barrocas. Otros imaginan los tubos de un órgano inmenso, ejecutado por la fuerza de los
vientos y la determinación celeste. Sonidos abismales de extensa tonalidad y los agudos con
que se sabe acompañar por el pajarillo tachirí siete colores.


El refugio Emilio Frey, al pie de la aguja homónima, de sólida roca, alberga a los caminantes
a quienes alegra el dificultoso ascenso, gozan de la permanencia en la cumbre y del
descenso, plenos de agradecimiento y sensación de libertad. Frey, del alemán “Frei”,” free”
significa eso. Estarse libre.
El refugio Emilio Frey, al pie de la aguja homónima, de sólida roca, alberga a los caminantes
a quienes alegra el dificultoso ascenso, gozan de la permanencia en la cumbre y del
descenso, plenos de agradecimiento y sensación de libertad. Frey, del alemán “Frei”,” free”
significa eso. Estarse libre.

El ascenso bordea, desde la altura, al lago Gutierrez y se interna en la montaña caminando
por bosques de ñires y de centenarios cohiues, atravesados por arroyos de frescas aguas.
Por doquier extensiones inmensas de amancay – esa bella flor amarilla anaranjada y tan
patagónica, acompañan el “trecking”.
La bella Amancay intenta salvar la vida
de su enamorado, cortando una
amancay en las alturas del Tronador.
Ofrece su corazón al cóndor que la
custodia, a cambio de la flor. Al elevarse
riega los valles con las gotas de su
sangre de la enamorada. Al florecer de a
tantas, confirman la eternidad del amor.
El final del tramo es arduo – roca y precipicio –
cansa al más pintado, salvo a los corredores más jóvenes, claro, que suben y bajan
corriendo. Literalmente, como saben afirmar los adolescentes, para decir que algo no es
metáfora, como si hubiera algo que no lo fuera.
Refugio bien de montaña, tiene una sala de reunión a la vez comedor. Niños desde los 2
años, portados en las mochilas maternas, jóvenes y adultos, hasta mayores. Los he visto
arrimando a los ochenta: mis respetos. Provienen de sur a norte y de innumerables países
de América, Europa, Asia y más allá. Descendientes de población originaria, gente de diversa
capacidad económica, de pieles luciendo todos los tonos. Arquitectos, maestras jardineras,
profesores, escritores, mozas de cafetería, empleados bancarios, uno con chomba de la
UOCRA, otro de Atlanta y hasta psicoanalistas – raro, buscan las profundidades del alma, en
las alturas – y los más diversos oficios de la vida, se funden en canción y charango,
conversación y risa, en la polifonía de las lenguas. Los relatos de ascenso de los guías de alta
montaña, adornados sus cintos con arneses, mosquetones, anclajes y una parafernalia de
recursos que, así me cuentan, cuestan uno y la mitad del otro. Se los ve trepar cual arañas,
con sogas o a pura mano, intentando seguramente arribar al prístino celeste patrio, como
saben hacer las cumbres que lo horadan. Otros más jóvenes triunfan o son derrotados a
puro envido y truco. Hasta conversar con esbeltas profesoras de “pole dancing” y saber de
su arte. Hay quienes ascienden con carpas y aguantan bravos vientos y heladas noches. Pero
hablar de política, nada.
Conocer otras vidas en este “melting pot” de personas que conviven alegremente por un
día. Compartiendo todo y no mezquinando nada, tanto ayudar a la que se quemó, con
tantos saberes aficionados como pomadas, caléndula y árnica, como subir al único “dormi”
para acostarnos en dos hileras, colchón con colchón. Un sueño compartido.
Es como si la familia universal del hombre se constituyera en la cima del Catedral, haciendo
real el verso de los salmos: “Que bello y agradable que los hombres convivan en armonía.”
¿Será así la antesala del juicio final o el purgatorio? ¿Así de divertido?
Los “refugieros”, deliciosas muchachas y chicos amorosos, reciben a los viajeros, de a uno o
en grupos, con sonrisas amables y un precioso cuidado que calienta el alma y da gusto,
como sus comidas increíbles, sabiendo que todo sube con portadores a pie. Cenar un
espléndido goulash o carré, que pocos restoranes podrían superar. No exagero pero, quizás
sea el feroz hambre que despierta la montaña y llama a por heladas cervezas.
Pero, lo importante se instala en otra escena.
Cuando pases por el Frey, amigo, no sabrás si los cielos descienden sobre el círculo mágico
de las agujas y el lago, o es que alcanzamos a tocar el cielo
con las manos. Ese recubrimiento de uno en otro, ese
límite infinitesimal y escurridizo entre la tierra y el cielo –
tan cerca de Dios, si te “cabe” el nombre impronunciable –
la realidad y la esperanza, el dolor y la bendición.
Ese límite tan fluctuante tiene sus dificultades, sus
elaciones espirituales y arduas especulaciones doctrinales.
Todo es más fácil si sabes esperar al amanecer, cuando el
sol despierta a las torres, poco a poco, hasta cubrirlas de
oro, para finalmente verse reflejadas en las aguas del lago.
¿Cuál es la real, cual el reflejo? Y entre ambas, la
eternidad.
Cuando asciendas al Refugio Frey – caminante curioso e
intrépido – lo podrás entender. Sabrás pronunciar la
palabra felicidad y lo que significa el más escaso de todos
los verbos: agradecer.