Llenando las cabezas de chatarra. Matilda, el musical

Llenando las cabezas de chatarra.

Matilda, el musical

 Juan Tausk

Era tan cara la entrada, que sospechaba que sería maravilloso ¡Vaya error! El libro de Roald Dahl es precioso y tiene un mensaje impecable para un niño: ¡Lee, que te conviene!  La película me gustó y así también a la luz de mis ojos: entonces le di el gusto y fuimos al musical. 

Le pregunto, ¿entendés lo que cantan? “No”. “Yo tampoco”. Claro que conocíamos el argumento, pero una canción tiene un texto que merece ser entendido. Te habla, te propone, te dice algo. La ópera muestra su poética al proyectar el texto sobre el telón. Pero de Matilda no entendimos casi nada.

Y eso que el sonido estaba a todo volumen y con equipos ciertamente sofisticados. Me pregunto para qué, si no sabés de qué se quejan, sufren o disfrutan los protagonistas, más aun cantando en español. 

No se puede preguntar por qué  la agenda imponía la dominancia de la ecología, ahora la de género y pasado mañana la del calentamiento global. Y vendrán más.

Vayamos a lo positivo: te dan una hoja que debes plegar siguiendo las líneas y luego todos las lanzamos: ¡3.000 avioncitos! Lejos, lo mejor. Una maestra dulce, toda miel como su nombre. La Dire Tronchatoro, más mala imposible. El cretino y tramposo padre de Matilda, que alecciona a no leer libros. ¡A ese se le entiende! El público se rebela y le rechifla al señor Wormwood (lombriz de madera). Matilda, una niña dulce y apasionada lectora: una “bookworm”: lo que nosotros traducimos como ratón de biblioteca. Una generación que se salva, por ahora.

Inicia la obra en la nursery – toda luces, escenografía y vestuario –con ocho cochecitos y sus respectivos párvulos. Cantan ¡qué ricos! mientras vienen los papás a llevarlos a casa. Cuatro son un papá y una mamá, uno un varón solo, otra una dama solitaria y cierran el desfile dos mujeres felices y dos hombres contentos. Eso no está en el libro ni el film. Claro, se debe al ajuste del guion, “aggiornado” a los presumidos “paradogmas” dominantes. ¿Era necesaria esta pedagogía de despliegue de opciones, cual góndola? En la vida real, serían siete papás y mamás y uno de las otras opciones. ¿Qué digo? No debe ser más de una en 20 o treinta. Pero supongo todas opciones válidas, así como los diversos tratamientos de fertilidad que ofrecen una solución al deseo de ser padres y al dolor de no poder. No todo es igual, pero se borran las diferencias. Allí vienen las madres que regalan sus hijos recién nacidos, por una gruesa suma de dinero, las que alquilan sus vientres y reciben un abultado alquiler, según cotice el mercado. Sí, es delicado el equilibrio entre la permisión legal, el engaño y el rol del Estado de regular la ética de estas prácticas. Al final, sabemos que está el “blanco” y el “schwartz” y no hablamos del color de la piel. Es que nuestro país es tan corrupto y no nos alivia que haya otros que lo son más. 

La consigna de la “visibilización” de las diferentes opciones, en una política que se apoya en la denominada “perspectiva de género”, términos que hoy no podemos objetar sin recibir una cachetada. No se puede preguntar por qué  la agenda imponía la dominancia de la ecología, ahora la de género y pasado mañana la del calentamiento global. Y vendrán más. En un congreso, dos jovencitas residentes de un hospital de provincia, leen su trabajo en “inclusive” y militan para imponer la perspectiva de género a todos sus colegas.  Quería preguntarles si así hablan con pacientes y colegas, pero ya era tarde: respondían preguntas en “paisano”. Más me preocupó el relato de la estudiante universitaria del interior que, heroica, logra imponer la revisión de los programas de psicología desde la perspectiva de género. Sudé aturdido, tanta tela no me da para cortar. Porque eso que llaman cambio de paradigma, no es sino la imposición de una ideología, como si fuera La verdad, única, divina y eterna, a la que todos deben plegarse sumisos y convencidos. O “cagarse” de miedo, para no sufrir el escarnio de los nuevos profetas, sus predicadores mendicantes y los peores, sus acólitos empecinados y mentecatos. 

Pánico a la función de la censura: un mundo de ideas que no se deben compartir, versiones de la verdad que se tornan impronunciables.  Una cosa era el censor oficial y “voyeur” Tato, que privaba a los celuloides de todas sus generosas tetas – ¡Ay, Coca Sarli, ídola!-  y otra cosa es que te inunden la pantalla con de todo y revuelto. Recordá tu vida y verás que la censura totalitaria estaba en todas las épocas y en todos lados:  escuela, secundario,  universidad y  club,  incluso familia y amigos. Te obligan a cuidarte de lo que decís, no sea que les rompas los cristales de sus intocables bazares de fantasía. O que te rompan las que te “jedi”.

Por eso, está bueno que induzca el musical a la lectura, aunque no se les entienda una “pepa”. Mi temor subsiste: ¿qué libros no recomendarían? Y ¿cuáles obligarían?

Vamos a un segundo temita. La obra muestra que los sometidos y castigados pueden rebelarse y volver a vidas de aprendizaje y satisfacción. ¿Cuántos Tronchatoros habitaron nuestras vidas?  ¿También lo hemos sido? Por ello Roald Dahl mira hacia afuera y también hacia adentro de uno. Rebelión, sí, del mandato arbitrario de padres y maestros, cuando no van con nuestro sentir y anhelo. Decir que no, pronunciarse, es construir autonomía para seguir el hilo de nuestros deseos e incluso, para construir y decidir una identidad, la propia. 

Pero qué raro avance es esa enorme pizarra del final, que desde escribir “Rebelión” – sí es eso lo que aconteció en la escuela – llega a plantar tres veces la frase: “Nunca más” como si padres y docentes fueran dictadores, que desaparecen a los que se les oponen. Eso es tergiversar y mancillar la gesta que nos permitió salir de la dictadura y juzgar sus atroces crímenes.  ¿Por qué lo enuncio con fastidio?  Pues añaden una palabra conexa, más grande que el resto: “Revolución”. ¿De qué hablan? Les proponen a nuestros niñitos una que no es la de Mayo, la nuestra.  Será entonces la maoísta, trotskista, guevarista, bolchevique, iraní, del fascio y tantas otras  que llevaron a las mayores supresiones de ideas, cuando no de sus portadores también.  La nazi.

Por suerte esas cosas mi niñita no las tenía en mente, pero insistieron en imponérselas. Ya tenía para contar a sus compañeritos de primer grado y yo, con el anhelo que siga agarrando libros, que no muerden. Por ejemplo el de Roald Dahl, que es de lagrimear, pero también de reir y de pensar, como gusta a la “chiquez”. (dulce expresión en djudezmo: el antiguo español del imperio otomano)

Nota: Sin olvidar que Dahl dijo haberse vuelto antisemita y que “Ni un canalla como Hitler se las agarró con ellos sin tener algún motivo”. ¡Uau!

 1 “jedi” es “dije”,  mutando las sílabas, frecuente  en el habla lunfardo  porteño. Sustituye: al menos elegante pero más expresivo: “ que te rompan las pelotas”, que a su vez no es una metáfora futbolística sino mas bien testicular. Que a su vez quiere decir: ¡auch! duele.

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