Luchando contra el mal. Estrategias de guerrilla doméstica

Luchando contra el mal.

Estrategias de guerrilla doméstica

 

 Juan Tausk

Volvieron nuevamente. Bueno, eso es redundante. Volvieron y debo combatirlos nuevamente. Invadieron amuchados con estrategias de guerrilla urbana para usurpar territorio. Pero, además, con políticas demográficas de desplazamiento de población, para hacernos la vida imposible, arrebatando nuestras casas y nuestros vecindarios. No es que uno quiera tanto a sus vecinos, sabemos lo que son las asambleas del consorcio de propietarios, pero en todo caso, son “mis” enemigos, ¿no sé si me entiendes? 

Esto se ha visto en muchas ciudades del mundo y pareciera que son imparables pues confrontan a las políticas de derechos humanos que justamente los protegen. A eso Aristóteles denomina: una aporía.

La verdad, como siempre, la descubren los niñitos: molesto por los verdes moscardones – todo un presagio- que le zumbaban en su modesto taller, saca su cinturón y de un solo saque, se carga las siete moscas cargosas.

Una porquería. Para ello, se destaca una de sus estrategias mediante la reproducción, que excede con creces a la de los locales. Sí, tienen varias esposas, fornican a lo loco y ¡sin cuidarse!  Además de mugrientos, contaminan todo lo que tocan, haciendo miserables nuestras vidas, por no decir imposibles.

Sí, es tiempo de detenerlos y confrontar. Como todo el mundo estoy por la paz. ¿Quién dice que está por la guerra? Bueno, nadie no. Porque hay países que quieren destruir a otros países con más eliminar toda su población. Y hay organismos mundiales que los apoyan, a los malos. Pero no quiero distraerme con geopolítica, que poco entiendo, dejémoslo a los políticos, que de tanta ignorancia, se las saben todas

Al inicio apliqué gases asesinos, no recuerdo cual, pero rimaba con el concentracionario   Zyclon. ¡Ay de los nombres propios! Pero casi me ahogo y enveneno, pero ellos, nada. 

Verán que yo prefiero decir las cosas de modo sencillo y claro, para que entiendan Doña Rosa y Don José.  Pues ellos sí tienen sensibilidad, empatía, sentido común, respetan el valor de la familia y estudiaron en la universidad de la calle y de la vida. Entienden bien y además no son ni miserables ni corruptos y a veces tienen hasta clara la “perspectiva” de género. 

Pero vayamos al tema que nos reúne. ¿Recuerdan el cuentito infantil del Sastrecillo Valiente? Aquel que se ganó el respeto, admiración y temor de su villorrio: pues decían que mató a siete de un solo golpe de su espada. A fin de cuentas era sastre y había zurcido en su cinturón, con que cargaba su espada o quizás otra cosa: “Con esto maté siete de una”.  Al pasar, las chicas, imaginando no sé qué, le parpadeaban largas pestañas, elevaban sus triunfales pechos, como bien saben hacer las mujeres cuando van de carga ligera, mientras que los hombres, encorvados y de torva mirada, arrastraban su fálica envidia por el barro, hacia el otro lado de la calle. 

La verdad, como siempre, la descubren los niñitos: molesto por los verdes moscardones – todo un presagio- que le zumbaban en su modesto taller, saca su cinturón y de un solo saque, se carga las siete moscas cargosas. Yo hice lo mismo, agarré el repasador, lo hice girar sobre sí mismo y di ese chicotazo que tanto duele en las nalgas, en los juveniles vestuarios del club. Con ese noble sonido del látigo del cochero que acicatea a sus caballos. Claro, si no hay un “¡tchasss!” musical y orgástico, no duele. Parecido al arte de dar de latigazos a las mujeres, allá por el lejano Oriente Medio, cuando se cubren inadecuadamente el cabello. 

Me distraigo: el arte pasaba en ir más rápido que ellas y a veces, ahí la obra de arte: bajar de a tres pero, ¡siete! Es que me invadieron las “mosquitas de la fruta”. Por suerte son torpes en su vuelo, tres batidas de ala y necesitan descansar. La gloria se la alcanza cuando las capturas de volea en el aire y las invitas a ahogarse bajo el chorro de agua. Un “tip” de panadero: si te mojas las manos, las atrapas mejor. Vaya uno a saber por qué, al final no soy ingeniero hidráulico. Y sabes que la tienes atrapada por que su aleteo te cosquillea la palma, rogando por una pizca de piedad. Pero a veces uno quiere sentirse un dios inmisericorde. Fea idea para un culposo cuya conciencia moral, como a tantos, siempre le anda molestando y limitando el goce. 

Pero mis fuerzas tenían un punto débil. Es lo que los oftalmólogos denominan “mosquita”: un punto negro en tu ojo que se desplaza con la mirada. Realmente una retaguardia endeble, pues te lleva a una vacilación que te puede llevar a la derrota, en un momento en que debes reunir toda tus fuerzas. 

 Y ahí el meollo de otra batalla: la de la conciencia y de la cultura. ¿Cómo distinguir la mosquita de adentro de la mosquita de afuera? Si quieres, se torna en un serio problema epistemológico – si no te alcanza, te presto paradigmático – que ha abrumado al pensamiento occidental y oriental desde las tablas de la ley del sumerio  Hammurabi. Pero mi drama era más práctico: un dramón de telenovela. El desajuste entre lo que estoy seguro de ver y lo que realmente acontece. Base de los prejuicios, la discriminación y la descortesía, que a su vez explica por qué necesitamos de augures, quirománticos, líderes totalitarios, periodistas y eruditos. Pero los peores: los chamanes de la autoayuda, que te explican quién eres, lo que deseas y lo qué deberías ser. Sí, son peores que las mosquitas de la fruta, pero no te digo algo que ya no sepas.

Volvamos a mi cocina.  Prender la cafetera antes que despunte el alba, mirar rabioso el techo tachonado de puntos negros, como el revés de una noche estrellada. Blandir la élfica espada del señor de los Anillos – aunque yo prefiera la de Emilio Salgari, la que blande el pirata Sandokan. ¿Qué digo? El inmortal Tigre de la Malasia- y empezar a repartir mandobles. A diestra y a siniestra. No quiero hablar de política, pero ambas merecen lo suyo. Pero cada mañana eran muchas más mosquitas, debido a sus irritantes, poligámicas y hasta poliamorosas costumbres nocturnas. Por cada una que caía, decenas de combatientes las reemplazaban.  Notable observar la genética transmisión de experiencia, pues cada vez se instalaban más alto y más arrinconadas. ¿Cómo se enteraban las mosquitas aún escolares o imberbes? Sin duda, era una artera estrategia poblacional y una demostración de superación “darwiniana”.  

Pero una mañana el triunfo me sonrió.  Vi a una hembrita con las alas abiertas, como llamando a su enamorado, casi perdidas sus ilusiones y esperanzas. Y así, llegó el día de la solución final, quedaba una sola mosquita dando vueltas como aburrida, pues ya no tenía con quien conversar. Tuve que tomar una decisión dramática. Si la eliminaba, me quedaba sin enemigos que me procuraban tanta alegría y ya no podría descargar mi furia más que sádica, tiránica.

 Aconséjeme mi querido lector, ¿qué hago? ¿La mato o nos ponemos a conversar? A fin de cuentas, ese es mi oficio, desde que perdí la timidez de mi infancia.

  Hice lo correcto, pero ahora me siento tan solo y no me animo a confesar, mientras se desliza una solidaria lágrima por mis mejillas, que ya las estoy empezando a extrañar.

 

II

Usted lector habrá pensado que todo terminó ahí, pero no.

Todos los actos tienen sus consecuencias y no podemos alegar inocencia, ingenuidad y mucho menos irresponsabilidad. Figuran en nuestra cuenta, negro sobre blanco. Si no, ¿por qué crees que todas las religiones contabilizan tus yerros, desaprensiones y claro, toditos tus pecados?  Y así, te abren o cierran las puertas del paraíso. Ese que creíste merecer pero, te das cuenta tarde, pleno de congoja y angustias, que esas llaves, esas, no están ni estarán nunca en tus manos. 

Te contaré. Cuando no sabía si alegrarme o apenarme por la terminación de la guerrilla hogareña, tan bien urdida, con la experiencia de prueba y error en las estrategias, con picardía, creatividad y hasta innovación y, sin duda, un aprendizaje para el futuro que, no siendo mezquino, alecciono generosamente a mis lectores, pasó lo peor. Me faltan las palabras para contarlo y por ello me disculpo que no voy al meollo.  Debo contar una pequeña historia de circunvalación y te ruego paciencia. ¡Eso! No sea ansioso y sepa esperar.

Muchos años atrás, me consulta un joven, que no pudiendo abonar mis honorarios, propone y yo acepto – con gusto – que pague en especies. Observará que corresponde decir especias, pero me equivoqué en la perentoriedad de esta escritura, sí, pero un magnífico fallido, como verá. Era una época de crisis económica y sus padres quedaron pauperizados, lo que pasa en mi país cada diez años. Varios pintores me nutrieron de una vasta pinacoteca. Pero no piense mal, que ya bastante mal me iban las cosas, las cotizábamos a valor de mercado. 

Este joven traía dibujos a la carbonilla, bien bonitos y en un momento empezó a traer objetos de papel machée y alambre. Quisiera olvidar el día que me trajo ESO: una enorme mosca verde, absolutamente temible y asquerosa. Pero, acorde al convenio, debía aceptarla con gracia y dando las gracias. Desapareció por décadas dentro de alguna maleta, baúl o cajón de trastos viejos, obviamente. Lo interesante es que el joven se siente incómodo. ¿Por qué? Pues me dice que el querría pagar con dinero y no con cosas. Verá el lector la riqueza del lenguaje porteño abusando de un lunfardo que se multiplica como las moscas – es una nueva irrupción de mi inconsciente preocupación –  y es asediado por brutales anglicismos. Y sabemos llamar al dinero de diversas maneras. Tenemos desde “mosca” hasta biyuya, pasta, guita, tarasca, papota, tela, lana, morlaco, moni, mango, sope, incluso la cumbiambera ”maracandaca”.  

Sí pero no, teniendo tantas opciones, el joven se pronuncia: “¡Es que quiero pagar con mosca!”. Si el lector lo permite, rindo homenaje al vienés Segismundo Freud y por qué no al ginebrino Ferdinand de Saussure y, gratamente sorprendido, le digo: “¡Pero si es lo que acabas de hacer, me pagaste con mosca!”

Y sí, has adivinado, veo que me entiendes en mi solitaria desesperación. Volvió esa horrible y gigantesca mosca verde, se instaló sobre mi biblioteca y me mira día y noche con sus miles de ojos inyectados de sangre: es la MADRE de todas las moscas, que clama por venganza y requiere castigo.  Y ya no sé qué hacer, amigo lector. Escucho súbitamente un zumbido que parece el de un helicóptero escupiendo rayos y metralla, o quizás peor aún, sea el coro de desafinadas trompetas que anuncian el abismo infinito del bíblico “guehinom”.  

Ya no sé qué hacer. ¿Serán éstas mis últimas palabras, el fin de toda esperanza, mi último hálito de…?

 1 “jedi” es “dije”,  mutando las sílabas, frecuente  en el habla lunfardo  porteño. Sustituye: al menos elegante pero más expresivo: “ que te rompan las pelotas”, que a su vez no es una metáfora futbolística sino mas bien testicular. Que a su vez quiere decir: ¡auch! duele.

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