Hacerse matar si tan sólo valiera la pena

“Hacerse matar si tan sólo valiera la pena

El drama navideño del policía jubilado y el colectivero

“Se me disparó sola” cuenta Rafael, suelto de cuerpo o de palabra. Sostenido el
revolver como una extensión de su brazo, lo empuja en la panza del colectivero. De
haber sido una alpargata o una medialuna hubiera sido igual, pero no. Mañana de
Navidad, es bien posible que no diera más, luego toda una noche de desvelo y furia.
Envió a su mujer a peticionar a que bajen el volumen de la música, pero nada. Muerto
de sueño, cargado de ira y ofendido en su hombría, va al frente, enfrente.

Y todo por pasar cumbias a todo volumen – lo que con la tecno de hoy no es joda – a
través de la noche y hasta el alba. Tiemblan las paredes, tiembla tu cuerpo, te vuela
la tapa del cerebro. Me pregunto: ¿qué necesidad de fatigar tímpanos ajenos con su
música más ajena aún? Pero esa no es la pregunta correcta. No sólo porque los
demás no importan si no, que se da por cierto que les brindo algo que no pueden
dejar de agradecer.

Todo se incrementa con el perdurable dolor de la vida cotidiana y la cruel incertidumbre respecto del futuro.

Es que esa incapacidad de aceptar el dolor o la necesidad del otro requiere algo de esfuerzo y sí, de la trillada empatía, saber de convivencia que consiste en poder resignar algo para lograr lo que a uno le importa más, o sea, saber negociar. Todo se
incrementa con el perdurable dolor de la vida cotidiana y la cruel incertidumbre respecto del futuro. Esto vale en la familia, el barrio, en el trabajo y en la cama
también.

Pero habría que aceptar que hay situaciones irresolubles en el momento en que
acontecen, pues necesitan de otros tiempos. De nada sirve el aleccionador refrán, tan
remanido como sonso e inaplicable: “el derecho de uno termina cuando empieza el
del otro”. Nos lo predican en la escuela, hasta estar ahítos (RAE: llenos, hartos,
fastidiados), pero ¿acaso lo entienden o aplican los maestros?
Si fuera cierto, en eso de andar cediendo sin ton ni son, la gente se tornaría idiota y la
convivencia en una carnicería. La frase original es de Jean Jacques Rousseau allá por
el S. XVIII y la aplica a la libertad. Ese temita se resolvió en la Revolución francesa

haciendo rodar no pocas cabezas. Hay países hoy día que les alcanza con la tortura, la
horca o los campos de reeducación y exterminio. Sabés cuales son, pues lo
conocimos de cerca.
Vinieron después los discursos de los noticieros, abundando en lugares comunes con
la moralina a la crema de Chantilly: que la tenencia de armas, que el gatillo fácil, que
hay que tomar medidas – parecen modistas modestas. Luego te la explican la cohorte
de expertos que te baten la justa, hasta la psicológica. Siempre el acento en el
desvariado policía jubilado y novel asesino.
Como Ud. lector, vi más de una vez el video: de frente, de costado y hasta de arriba.
No vi la sangre, pero tampoco la bala. Ojos que todo lo ven, a la Gran Hermano de
George Orwell: es el “reality show” que te exhibe y explica el detalle más
insignificante una y otra vez, como si eso agotara la verdad y la problemática de la
vida cotidiana, hasta que ruegues que la corten. “Enough!” Sí, el poli Rafael Moreno
advierte: “La cosa va terminar mal”, mientras recibe un par de puñetazos y
empellones y como sin querer queriendo, le puso a Sergio Díaz un taponazo calibre
38. Sin saber ninguno de los dos qué pasaba, el colectivero da unos pasos – como
asimilando el desconcierto de a poco – y se desploma exangüe. Y sí, para uno,
“homicidio agravado por el uso de arma de fuego” y para el otro, un velorio de
tremendo dolor para sus queridos y los compañeros de la 103.
La pregunta es: ¿todo para qué? Veamos que pasó del lado del occiso, como gusta
nombrar la jerga crímino-periodística. Su prima que dice que no es la primera vez de
tener incidentes con el “gorra” de enfrente. La esposa del poli que dice que es bueno
como el pan y la iraní Forugh Farrokhzaad sentencia: “…fuimos asesinos unos de los
otros” (Iraní 1935-1967). Se “pegaron” uno al otro y el disparo final, los unió
definitivamente.
Ud. que viaja en colectivo , habrá observado que los choferes, seguramente entre
ellos Sergio Díaz, son muy precisos en el volante, negocian bien la calle y son calmos.
No te desprecian saludo alguno. ¿Qué le pasó? También él, después de una noche
en vela – pero animada, quizás con algo de alcohol, como corresponde a toda
reunión festiva – no las tenía todas consigo. Sobre todo porque no quería, imagino,
ser provocado y ofendido, justamente en su casa y más aún frente a la familia.
Empuja con su panza, es un hombre robusto, desconociendo que tiene un revolver
apuntando a su vientre que no es ni de chocolate ni de cebitas. ¿Narcicismo
imprudente? ¿Hombría desacreditada?
La vida tan contemporánea nos ha llevado a ignorar la hebraica enseñanza del siglo II
que, parafraseada a la porteña, enseña: “Si no te cuidás vos, ¿quién carajo lo hará? y
si sólo te cuidás sólo a vos, ¿qué mierda sos?”. Disculpe el lector la vehemencia
lunfarda, pero te la hago más clara. Ninguno de los dos, ni Rafael ni Sergio se
cuidaron y en consecuencia tampoco cuidaron del otro. Y esto no es excepcional,

pues la vida en la metrópoli abunda de ello, de modo “grosso” o hilando fino, en
todas las relaciones de la vida comunitaria, laboral y familiar.
Un peatón cualquiera cruza la calle y pegado a la urgencia banal de su celu, no
levanta la vista. Otros, incluyendo a ciclistas, aplicando sus derechos absolutos y
ausentes de toda obligación, se imponen en las bocacalles, total la culpa de cualquier
accidente es del conductor, por la supremacía ortopédica de su auto frente a la
inermidad del cuerpito gentil. “¡Que me pague el daño, que me repare!”, olvidando
que el daño sería en su propio cuerpo. A la vez imponen cruel e irresponsablemente a
esa otra especie – los conductores – el habitar sufrimiento, además de la pena del
delito penal. Esto lo saben los que habitamos ambos espacios. Así como al peatón le
pueden suceder toda suerte de cosas que lo lleven a distraerse, lo mismo sucede con
los conductores. Algunos hasta tienen sus propias cámaras grabando, no sea que
además te planten testigos falsos.
Pero hay algo más. “Hemos descubierto al enemigo: somos nosotros” es el título de
un libro sobre “coaching organizacional” (Steve Stowell, Salt Lake City). Esa es la clave
para entender por qué empresarios toman pésimas decisiones y liquidan lo que
construyen y dirigentes sindicales con tal de ordeñar beneficios sin fin, hunden las
empresas junto con sus afiliados. La voracidad del funcionario o legislador, cuya
ambición de “retornos” o supina ignorancia para las cuestiones que debe decidir o
votar, hunden los más valiosos emprendimientos. Por supuesto que ello se observa
en las relaciones de pareja, en que domina la deprivación y el destrato: “no le doy
gusto, justamente porque es lo que más desea”. La falta de ternura hacia lo más
querido, privar a los cercanos o ajenos de lo que más anhelan y necesitan,
precisamente por ello. Pa´ pensarlo.
Es que los mayores dramas acontecen cuando se está convencido de que se hacen las
cosas por el bien propio y/o el del otro, amarrados a un sabotaje rabioso que se
prefiere ignorar. A eso el maestro Freud sabía darle un nombre. Desmintiendo,
forzando la ignorancia, la buena percepción de las cosas, el sentir que preanuncia y el
pensamiento que está a la mano. Hay que descubrir al enemigo – que acecha
impiadoso por doquier – pero que también somos nosotros mismos. El más
peligroso.
Éste fue también el drama de Sergio, el poli retirado y de Rafael, el colectivero. Así
como se puede dejar pasar a un peatón o ceder ante un auto, es posible habitarlo
pese a la renuncia y hasta incluso con alegría, pues la gente sabe agradecer esos
gestos.
Uno se podría haber bancado la noche en vela- no es todos los días – había buen
motivo: víspera de Navidad. El otro podría haber bajado un tanto el volumen, joder.
Pequeños gestos, negociaciones amables al fin, que pueden salvar vidas y evitar

infortunios. Eso se aprende, si has tenido suerte, en el kínder, en tu familia, en la
escuela y en el club. Estamos aún a tiempo.

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