II Vicente Lopez: La Catedral de plátanos.

II Vicente Lopez: La Catedral de plátanos.

Fulgor de la esperanza que salva o condena.
Serie: Tres Catedrales y un Muro
Juan Tausk

Las hileras de vigorosos plátanos se impusieron en las calles de Vicente López. Se
exhibían en invierno, despojados de sus ramas y su variopinto tronco. Tullido por las
podas anuales de rigor que le sumaban nuevos muñones, señal de un despojo
innecesario. Muchos años más tarde me entero que no eran por una necesidad
metabólica y pasional del árbol, sino una municipal urgencia para evitar que sus
abundantes y elevadas copas, arranquen los cables de luz y teléfono.

De jovencito ganaba mis maravedíes, realizando semejante masacre para mis vecinos, disfrutando de esa viril escalada, la impiedad del serrucho y el beneficio de las alturas.
De niños nos trepábamos y hacíamos guerras con sus boleadoras silvestres: tres bolones unidos de frutos pinchudos que, ¡vaya que dolían! Uno se sentía, si no grande,
al menos alto y dominante, pese a que las abuelas gritaran horrorizadas: ¡bajáte que te vas a caer! No sabían ellas que ese no era lenguaje que significara a los chicos, pues a
fin de cuentas eran dos modos de volver a tierra.

De jovencito ganaba mis maravedíes, realizando semejante masacre para mis vecinos,
disfrutando de esa viril escalada, la impiedad del serrucho y el beneficio de las alturas.

El tema era acosar a las niñas que pasaban con los disparos de nuestras cerbatanas.
Hechas de “pajita” hoy bien llamadas sorbete – para evitar referencia a efluvios
puberales – permitían lanzar bolitas negras que la naturaleza, para nuestra fortuna,
realizó a medida.
Con la calor del húmedo verano, los plátanos regalaban una sombra refrescante, que
sabían acompañarse de las orugas endemoniadas y mal llamadas “gatas peludas”:
verdes y gordas, llenas de agujas pinchudas. Te miraban, sí, con su rostro bello y triste.
Había que reventarlas porque el ácido que emanaban al entrar en contacto, te
arruinaban el día con dolor y escozor. Y a pura puteada, las pinchábamos y
derramaban con generosidad un oleoso chorro amarillo que, de tan nauseabundo, ese
día te daba asco la merienda: el imprescindible “toddy” con galletitas. Aunque en nada
inhibían escuchar por radio Splendid a las 5 – la barra en la casa de alguno – las
aventuras de Tarzán, rey de la selva y más allá. ¡Tantor! ¡Bungoló! ¡Chita! y la adorable
Jane, a quien nunca le gritaba. Y nosotros amábamos a escondidas.
Ya de joven disfrutaba de pasear con mis padres por esas calles soleadas. En verano,
en la abundancia de la sombra “platanera”. En otoño con el sol luminoso y los cielos de
vibrante azul, acariciando nuestro andar, mientras las hojas ocres y lacres iban
desprendiéndose. Pisarlas tenía ese delicioso e inigualable “crunch crunch”.
Ahora en mi suburbio, todo cambió. Los cables eléctricos van por tierra y el rigor
burocrático ya no mutila más a mis árboles. Crecen esbeltos y se elevan hacia las
alturas. Las copas liberadas llegan a más de 25 metros, se encuentran de vereda a
vereda y así, elevadas forman la nave de otra catedral, que sobrecoge al caminante.
También en su bóveda, creo percibir nuevamente, una línea al infinito que se extiende
a lo largo. Lo evoca, sí, pero también lo contiene. Ese trazo de magnífico celestial, que
no es ni de luz ni de tinieblas, permite advertir al fondo de la calle, una poderosa
luminosidad. Es la que ofrece una salida, sea de salvación o de sentencia. El fulgor de
una esperanza, la ilusión de una espera o un instante de decisión.

Cuando camino hoy por esas calles, nuevamente me acompañan mis padres, de
bendita memoria. El fuerte brazo de mi padre sobre mi hombro y llevar a mi madre de
la mano. Y así, sobrecogidos por la catedral de los plátanos de mi barrio eterno, quizás
podamos “decirnos las palabras de amor, que aún nos falta pronunciar” 1 .

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